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á pesar del cuidado que los hombres emplean para ocultarlos. A la primera vuelta del
rey, el conde Ferraud sintió cierto arrepentimiento acerca de su matrimonio. La viuda
del coronel Chabert no se había aliado con nadie y se veía sola y sin apoyo para medrar
en una carrera llena de escollos y de enemigos. Además, cuando pudo juzgar fríamente
á su mujer, reconoció en ella algunos vicios de educación, que la hacían impropia para
secundarle en sus proyectos. Una frase dicha por el conde, con motivo del casamiento
de Talleyrand, iluminó á la condesa, la cual no tuvo ya duda de que si su casamiento
tuviera que hacerse, jamás sería la señora Ferraud. ¿Qué mujer perdonaría esta ofensa?
¿No equivale á todas las injurias, á todos los crímenes y á todos los repudios en
germen? Pero ¡qué llaga no abriría esta frase en el corazón de la condesa, si se tiene en
cuenta que ésta temía ver llegar de un momento á otro á su primer marido! Ella sabía
que vivía y lo había rechazado. Después, viendo que transcurría tanto tiempo sin oír
hablar de él, se complació en creer que habría muerto en Waterloo con las águilas
imperiales, en compañía de Boutín. Sin embargo, concibió la idea de atraerse al conde
con el más fuerte de los lazos, con la cadena de oro, y quiso ser tan rica, que su fortuna
hiciese indisoluble su segundo matrimonio, si por casualidad reaparecía aún el conde
Chabert. Y éste había reaparecido, sin que ella se explicase la causa de que no hubiese
empezado ya la lucha que ella temía. Sin duda los sufrimientos y la enfermedad la
habían librado de aquel hombre; sin duda estaba medio loco y procuraban devolverle la
razón en algún manicomio. Pero la condesa no quiso dar cuenta de sus sospechas ni á
Delbecq ni á la policía, por temor á crearse un tirano ó á precipitar la catástrofe. Existen
en París muchas mujeres que, como la condesa Ferraud, viven con un monstruo moral
desconocido ó bordean un abismo. Por regla general, estas mujeres se forman un callo
en el lugar de su mal y pueden aún reír y divertirse.
Encuentro algo raro en la situación del señor conde Ferraud, se dijo Derville
al salir de su larga meditación, en el momento en que el cabriolé se detenía en la calle
de Varennes, á la puerta de! palacio Ferraud. ¿Cómo él, tan rico y tan querido del rey,
no es aún par de Francia? Es verdad que, como decía la señora de Grandlieu, sin duda
entra en la política del rey el dar una gran importancia á la dignidad de par no
prodigándola mucho. Por otra parte, el hijo de un consejero del parlamento no es un
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Librodot El Coronel Chabert Honorato de Balzac
Crillón ni un Rohan. El conde Ferraud sólo puede entrar subrepticiamente en la alta
cámara. Pero si su matrimonio se anulase, ¿no podría pasar á su cabeza, con gran
satisfacción del rey, la dignidad de par de alguno de esos viejos senadores que no tienen
mas que hijas? He aquí indudablemente un buen medio para asustar en lo sucesivo á la
condesa, se dijo al mismo tiempo que subía la escalinata exterior del palacio.
Sin saberlo, Derville había puesto el dedo en la llaga secreta y hundido la mano
en el cáncer que devoraba á la señora Ferraud. El procurador fue recibido por la condesa
en un bonito comedor de invierno, donde ésta almorzaba, jugando con un mono atado
con una cadena á una especie de poyo. La condesa vestía elegante peinador, y los bucles
de sus cabellos, negligentemente peinados, se escapaban de un gorro que le daba un aire
sumamente coquetón. Estaba fresca y risueña. Los cubiertos de plata y oro y el nácar
brillaban sobre la mesa, y veíanse en torno de ella flores curiosas plantadas en
magníficos tiestos de porcelana. Al ver á la mujer del conde Chabert, rica con los
despojos de éste, en el seno del lujo y en la cumbre de la escala social, mientras que su
desgraciado esposo vivía en casa de un pobre vaquero en medio de las bestias, el
procurador se dijo:
La moral de todo esto es que una mujer rica no querrá nunca reconocer á su
marido, ni aun á su amante, en un hombre que lleva un viejo carrique, una peluca de
grama y unas botas rotas.
Una sonrisa mohinosa y mordaz expresó las ideas, medio filosóficas y medio
burlonas, que tenían que ocurrírsele á un hombre tan bien dotado de inteligencia, para
conocer el fondo de las cosas á pesar de las mentiras bajo las cuales ocultan su
existencia la mayor parte de las familias parisienses.
Buenos días, señor Derville, dijo la condesa continuando en su operación de
darle café al mono.
Señora, dijo el procurador bruscamente, pues no dejó de chocarle el tono
ligero con que la condesa había dicho: «Buenos días, señor Derville», vengo á hablar
con usted de un asunto bastante grave.
¡Cuánto lo siento! el señor conde está ausente...
¡Y cuánto me alegro yo, señora! porque creo que sería verdaderamente de
sentir que él asistiese á nuestra conferencia. Además, ya sé por Delbecq que le gusta á
usted resolver por sí sola sus asuntos sin molestar al señor conde.
Entonces haré que venga Delbecq, dijo la condesa.
No, porque, á pesar de su habilidad, en este momento le sería á usted inútil.
Escuche usted, señora; una palabra bastará para inmutarla á usted. El conde Chabert
vive.
¡Cómo! ¿pensará usted inmutarme diciendo semejantes tonterías? dijo aquella
mujer soltando una carcajada.
Pero la condesa quedó de pronto iluminada por la extraña lucidez y la fija
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