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puedan juntarse con sus iguales. Cada flor englobada en un ramillete
pierde su perfume propio. Obligado a vivir entre desemejantes, el dig-
no mantiénese ajeno a todo lo que estima inferior. Descartes dijo que
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se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville
escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo todos los regímenes, son
necesaria e invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa
altivez y con la firme designación de un dios desterrado".
Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el fondo de
los caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el
mérito le obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla
sin amenaza, castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruye
sus anhelos es anodina y no tiene adversarios que fazferir, el digno se
refugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo
estorbar con sus palabras a las sombras que lo escuchan. Y mientras
cambia el clima, como es fatal en la alternativa de las estaciones, espe-
ra anclado en su orgullo, como si éste fuera el puerto natural y más
seguro para su dignidad.
Vive con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin inde-
pendencia material el honor está expuesto a mil mancillas, y para ad-
quirirla soportará los más rudos trabajos, cuyo fruto será su libertad en
el porvenir. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un doméstico.
El hambriento puede ser rebelde; pero nunca un hombre libre. Enemiga
poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres
vacilantes e incuba las peores servidumbres. El que no ha atravesado
dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter.
El pobre no puede vivir su vida, tantos son los compromisos de la
indigencia; redimirse de ella es comenzar a vivir. Todos los hombres
altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria
es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar
de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable,
la mujer más santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños,
el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento so-
cial; el individuo se inscribe en un gremio, más o menos jornalero, más
o menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones deni-
grantes que le empujan a domesticarse. Enseñaban los estoicos los
secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo
las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no
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necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preo-
cuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz.
Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que
deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortu-
na aumenta la libertad de los espíritus cultivados y torna vergonzosa la
ridiculez de los palurdos. Suprema es la indignidad de los que adulan
teniendo fortuna; ésta les redimiría todas las domesticidades, si no
fuesen esclavos de la vanidad.
Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cere-
bro y en el corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye.
Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla
inmaculada, libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan o
la rebajen. A ella sacrifican bienes; honores, éxitos: todo lo que es
propicio al crecimiento de la sombra. Para conservar la estima propia
no vacilan en afrontar la opinión de los mansos y embestir sus prejui-
cios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre los que en vano in-
tentan malear su altivez. Son raros en las mediocracias, cuya chatura
moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire desdeñoso y aris-
tocrático que desagrada a los vanidosos más culminantes, pues los
humilla y avergüenza. Inflexibles y tenaces porque llevan en el corazón
una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita
que a nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los
hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, o porque
cristianos es la más alta acepción del vocablo o porque profundamente
afectivos: presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más
espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son
los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdo-
nan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos,
compadecen a los que en la batalla de la vida siembran, hecha jirones,
su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de
hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por
sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de un
pueblo.
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La dignidad, afán de autonomía, lleva a reducir la dependencia de
otros a la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyére,
que vivió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo
medir el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, a
punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia
gloria: "Se faire valoir par des choses qui ne dependet point des autres,
mais de sois seul, ou renoncer a se faire valoir"2. Esa máxima le parece
inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para los virtuosos y
los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes;
es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues desterraría
de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la
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