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Pero el barco viene deslizándose, los marineros cantan en sus cubiertas canciones de
las islas y llevan el rumor de sus ciudades a los mares solitarios; hasta que me ven de
pronto oponerme a su curso a horcajadas y quedan atrapados en las aguas que yo
hago girar por sobre mi cabeza. Luego atraigo las aguas del Estrecho hacia mí y hacia
abajo, cada vez más cerca de mis terribles pies y con mis oídos escucho por sobre el
bramido de mis aguas el clamor final del barco; porque justo antes de que los atraiga al
fondo del océano y los aplaste con mis pies destructores, los barcos lanzan un último
clamor y con él parten las vidas de los marineros y se desprende el alma del barco. Y
en el último clamor de los barcos están las canciones que los marineros cantan, sus
esperanzas y todos sus amores, la canción del viento entre sus mástiles y sus maderos
cuando se erguían en los bosques mucho tiempo atrás, el susurro de la lluvia que los
hacía crecer y el alma del pino elevado o la encina. Todo esto vuelca un barco en el
clamor que emite al final. Y en ese momento sentiría piedad del barco si pudiera; pero
siente piedad el hombre que sentado cómodo junto al fuego, narra cuentos en el
invierno; no le está permitida la piedad a quien hace el trabajo de los dioses; y, así,
cuando lo atraigo en círculos en torno a mis hombros hacia mi cintura y de allí, con sus
mástiles inclinados, hacia mis rodillas y más y más abajo todavía, hasta que los
pendones de su mastelero aletean contra mis tobillos, yo Nooz Wana, el que Anega los
Barcos, levanto los pies y aplasto sus maderos, que vuelven otra vez a la superficie del
Estrecho sólo como astillas quebradas y el recuerdo que guardaban los marineros de
sus amores tempranos para trasladarse por siempre en los mares vacíos.
»Una vez cada cien años, por un día solamente, descanso en la costa y tuesto mis
miembros al sol sobre la arena; de ese modo los barcos erguidos pueden atravesar el
estrecho desprovisto de guardia y hallar las Islas Afortunadas . Y las Islas Afortunadas
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se encuentran entre las sonrisas de los soleados Mares Lejanos; allí los marineros
pueden contentarse y no anhelar nada; y, si anhelan algo, lo poseen.
»Allí no llega el Tiempo con sus horas hambrientas; ni tampoco los males de los dioses
o los hombres. Estas son las islas en que las almas de los marineros descansan todas
las noches de recorrer los mares y donde vuelven a tener la visión de lejanas colinas
íntimas con sus huertos sobre los campos iluminados por el sol; también pueden hablar
allí con las almas de antaño. Pero aproximadamente al alba los sueños gorjean y
levantan vuelo y, dando la vuelta tres veces en torno a las Islas Afortunadas, se lanzan
otra vez al encuentro del mundo de los hombres; detrás van las almas de los marineros
como, al caer el sol, con lento movimiento de las alas majestuosas, la garza sigue el
vuelo de los grajos multitudinarios; pero las almas regresan para encontrar cuerpos que
se despiertan dispuestos a soportar las fatigas del día. Estas son las Islas Afortunadas
a las cuales pocos han llegado, salvo como sombras errantes en la noche, y sólo por
breves instantes.
»Pero no me demoro más del tiempo necesario para recobrar el vigor y la fiereza, y al
ponerse el sol, cuando mis brazos vuelven a tener fuerza y siento en las piernas que
puedo plantarlas otra vez con firmeza en el fondo del océano, vuelvo a hacerme cargo
de las aguas del Estrecho y a montar guardia otra vez en el paso de los Mares Lejanos
por otros cien años. Porque los dioses son celosos y temen que sean muchos los
hombres que lleguen a las Islas Afortunadas y hallen allí contento. Porque los dioses
no tienen contento.
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EL HURACAN
Me encontraba una noche solo en la gran colina contemplando una lúgubre y tétrica
ciudad. Durante todo el día había perturbado el cielo sagrado con su humareda y ahora
estaba bramando a distancia y me miraba colérica con sus hornos y con las ventanas
iluminadas de sus fábricas. De pronto cobré conciencia de que no era el único enemigo
de la ciudad, porque percibí la forma colosal del Huracán que venia hacia mí jugando
ocioso con las flores al pasar; cuando estuvo cerca, se detuvo y le dirigió la palabra al
Terremoto que como un topo, aunque inmenso, se había asomado por una grieta
abierta en la tierra.
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