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quedaría inmovilizado en la red entrelazada de su mente, como una mosca atrapada en el
espacio sonoro de una sinfonía de Beethoven. Asustado, vio cómo una mano cubierta de
cicatrices aferraba el borde del parabrisas. Un hombre gordo de barba hirsuta había
saltado entre los autobuses de las compañías aéreas y lo miraba fijamente, el ojo
izquierdo inflamado por un virus desagradable. Le dijo de pronto a Renata:
- Pasa al asiento trasero: sólo falta una semana para la visita del Primer Secretario.
EL SIGNO DE LA DESNUDISTA
Al cesar la música se sentaron en la primera fila del club nocturno. A sólo un metro de
él, en un escenario decorado como un tocador, la pareja desnuda llegaba al clímax del
acto sexual. Los aburridos espectadores guardaban silencio, y él era consciente de que
Heller lo miraba con intensidad casi obsesiva. Durante días lo había entumecido la
energía galvánica de ese hombre psicótico, ese terrorista con sueños apocalípticos de la
tercera guerra mundial. Durante los últimos días habían seguido un itinerario
desordenado: almacenes de carga de aeropuertos, caminos que llevaban a silos de
misiles; apartamentos secretos atestados de terminales de ordenadores y custodiados por
una banda de asesinos arrogantes, físicos rufianes educados en alguna universidad
perversa. Y sobre todo los clubes nudistas: él y Heller habían visitado docenas de esos
tugurios lúgubres, mirando cómo Renata y las mujeres del equipo recorrían toda la gama
de variaciones sexuales imaginables, perversiones tan abstractas que se habían
convertido en los elementos de un cálculo complejo. Luego, en sus apartamentos, esas
mujeres agresivas se deslizaban a su alrededor como caricaturas de un sueño erótico. Ya
sabía que Heller estaba tratando de reclutarlo para su conspiración. Pero ¿estarían
inconscientemente entregándole las llaves de la sexta casa? Miró a la joven que salía del
escenario entre aplausos escasos, mostrando el semen en el muslo. Recordó la
aterradora violencia de Heller mientras forcejeaba con prostitutas jóvenes sobre el asiento
trasero del auto deportivo, en embestidas tan estilizadas como movimientos de ballet. En
los códigos del cuerpo de Renata, en las uniones de pezón y dedo, en el surco de las
nalgas, aguardaban las posibilidades de una psicopatología benévola.
EL SIGNO DEL PSIQUIATRA
Cuando Vanessa Carrington volvió de la ventana y se detuvo detrás de la silla del
joven, apoyándole las manos protectoramente en los hombros, el profesor Rotblat hizo
una pausa. La cara del hombre parecía encarnar la geometría de obsesiones totalmente
extrahumanas.
- Hoy el papel de la psicología ya no consiste en curar al paciente, sino en reconciliarlo
con sus fortalezas y debilidades, en equilibrar el lado oscuro del sol con el lado brillante:
una tarea, dicho de paso, complicada por una naturaleza nada complaciente. La física
teórica nos recuerda la inherente preferencia diestra de toda la materia. El giro del
electrón, la rotación tanto del sistema solar como de las partículas subatómicas más
pequeñas, las enormes corrientes que hacen girar el propio cosmos, todo ilustra esta
constante fundamental, reflejada no sólo en la muy arraigada incomodidad popular con
todo lo zurdo sino en la hélice dextrorrotatoria del ADN. Dada la intervención de energías
tan elevadas, ya sea en galaxias o en sistemas biológicos, cualquier esfuerzo en sentido
contrario produciría resultados catastróficos, de un tipo que ya conocemos en el caso de
los agujeros negros. Un solo individuo de esas características podría llegar a convertirse
en el equivalente psicológico de un arma apocalíptica... Esperó la respuesta del joven.
¿Habría regresado al hospital para recordarles que había trascendido el papel de paciente
y que estaba entrando en una región siniestra donde las predicciones de Ultrac tendrían
que leerse de derecha a izquierda?
EL SIGNO DEL PSICÓPATA
Se quedó junto al Mercedes robado mientras las mujeres cargaban en el baúl el cuerpo
del embajador. Heller miraba desde la puerta del ascensor, sosteniendo la pesada
ametralladora con ambas manos. El rostro moreno del terrorista se había cerrado sobre sí
mismo, mostrando las suturas alrededor de las sienes. Durante las horas de violencia en
el apartamento había empuñado la pistola como masturbándose en un orgasmo continuo.
El tormento aplicado a ese viejo diplomático había servido claramente a un fin que sólo
conocían Renata y sus compañeras. Habían observado el crimen con una tranquilidad
casi hipnótica, como si la crueldad demente de Heller revelase las fórmulas secretas de
una lógica nueva, una violencia conceptualizada que transformaría los desastres aéreos y
los choques de automóviles en sucesos de apacible dulzura. Ya planeaban una eterna
lista psicótica de aventuras espectaculares: el asesinato del líder político visitante, la
captura del convoy de plutonio, la reprogramación de Ultrac para destruir todo el sistema
comercial y bancario de Occidente. Esas mujeres soñaban con la tercera guerra mundial
como madres jóvenes que tararean mientras esperan el nacimiento del primer hijo.
EL SIGNO DE LA HIPODÉRMICA
Miró el reflejo de la doctora Vanessa en la ventana de la sala de control mientras ella le
acomodaba los electrodos en el cuero cabelludo. Esas manos inseguras, que temblaban
de culpa y de afecto, resumían todas las incertidumbres de ese peligroso experimento
practicado en los transformados estudios de televisión. A pesar de la desaprobación del
profesor Rotblat, ella se había convertido en una conspiradora dispuesta, tal vez con la
confusa esperanza de que él lograra escapar, embarcarse en los arrecifes de su propia
columna vertebral y alejarse volando por algún cielo interior. El rostro del director de la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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