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el asiento delantero con la cabeza entre las rodillas y las manos colgando contra el suelo.
- Da la vuelta, Aabi - dijo Davidson, el restallido del látigo en la voz.
El helicóptero giró en un arco amplio.
- Demonios, ¿dónde está el campamento? Nunca volé en este aparato de noche y sin
señales - dijo Aabi, con una voz que sonó apagada y nasal, como si estuviese acatarrado.
- Sigue hacia el este y busca el incendio - dijo Davidson, frío y tranquilo.
Ninguno de ellos tenía verdaderas agallas. Ninguno le había respaldado cuando la
situación se puso realmente difícil. Tarde o temprano todos se unirían contra él, y sólo
porque nadie era como él. Los débiles conspiran contra los fuertes, y el hombre fuerte
tiene que luchar a solas y cuidar de sí mismo. Así eran las cosas. ¿Dónde estaba el
campamento?
En esa oscuridad total tendrían que haber visto a kilómetros de distancia los edificios
en llamas, aún bajo la lluvia. No se veía nada. Cielo gris negro, suelo gris. Los incendios
debían de haberse apagado. O los habrían apagado. ¿Sería posible que los humanos
hubiesen derrotado a los creechis? ¿Luego que él huyera? El pensamiento le cruzó por la
mente como un rocío de agua helada. No, claro que no, no cincuenta contra miles. Pero
por Dios, de todos modos tenía que haber montones de creechis despedazados por allí,
dispersos por los campos minados. Los creechis habían atacado en filas apretadas. Nada
hubiera podido detenerlos. Él no podía haberlo previsto. ¿De dónde habían salido?
Durante días y días no se había visto un solo creechi merodeando - por los bosques de
alrededor. Tenían que haberse desplegado desde algún escondrijo, desde todas
direcciones, arrastrándose por los bosques, saliendo de las cuevas como ratas. No había
forma de detener a millares y millares de creechis. ¿Dónde demonios estaba el
campamento? Aabi fingía, había cambiado de rumbo, por supuesto.
- Encuentra el campamento, Aabi - dijo en voz baja.
- Por amor de Cristo, es lo que trato de hacer - dijo el muchacho.
Post, doblado allí, junto al piloto, no se había movido.
- No puede haberse esfumado, no, Aabi. Tienes siete minutos para encontrarlo.
- Encuéntrelo usted - dijo Aabi, con voz hosca y chillona.
- No hasta que tú y Post dejéis de insubordinaros, querido. Baja un poco ahora.
Al cabo de un minuto Aabi dijo:
- Eso parece el río.
Había un río, y un gran claro pero ¿dónde estaba el Campamento Java? No aparecía
por ninguna pase a medida que volaban hacia el norte por encima del claro.
- Tiene que ser éste, no hay ningún otro claro grande ¿no? - dijo Aabi, volviendo a volar
sobre el área sin árboles.
Los faros de aterrizaje del helicóptero refulgían, pero fuera de los conos de luz no se
veía absolutamente nada; lo mejor era apagarlos. Davidson pasó el brazo por encima del
hombro del piloto y apagó las luces. La oscuridad húmeda, impenetrable, les azotó los
ojos como toallas negras.
- ¡Por Cristo! - gritó Aabi, y encendiendo otra vez las luces giró rápidamente el
helicóptero hacia la izquierda y hacia arriba, pero no con bastante rapidez.
Los árboles asomaron inmensos en la noche y atraparon la máquina.
Las paletas chillaron, lanzando un ciclón de hojas y ramas a través de las sendas
luminosas de los faros, pero los troncos de los árboles eran muy Tejos y fuertes. La
pequeña máquina alada cayó de cabeza, pareció que se elevaba otra vez, y se hundió de
costado ende los árboles. Las luces se apagaron. Los ruidos se interrumpieron.
- No me siento muy bien - dijo Davidson.
Lo repitió, y no lo dijo más, porque no había nadie a quien decírselo. Luego se dio
cuenta de que ni siquiera lo había dicho. Se sentía como atontado. Seguramente se había
golpeado la cabeza. Aabi no estaba allí. ¿Dónde estaba? Esto era el helicóptero; caído de
costado, pero él seguía en su asiento. La oscuridad se cerraba alrededor; era como estar
ciego. Buscó a tientas y encontró a Post, inerte, siempre doblado, hecho un ovillo entre el
asiento delantero y el tablero de control. El helicóptero temblaba cada vez que Davidson
se movía, y entendió al fin que no estaba en el suelo sino encajado entre los árboles,
enganchado como una cometa. Ahora se sentía mejor de la cabeza y deseaba cada vez
más salir de aquella cabina oscura y peligrosamente inclinada. Trepó al asiento del piloto
y sacó las piernas afuera, colgado de las manos, y no sintió el suelo, Sólo ramas que le
raspaban las piernas suspendidas en el aire. Por último se dejó caer, sin conocer la
distancia, pero tenía que salir de esa cabina. Era poco más de un metro. La cabeza le
trepidó con el golpe, pero ahora se sentía mejor. Si al menos no hubiese tanta oscuridad,
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